RESUMEN
David Le Breton
Profesor de sociología y antropología y miembro de Dinámicas Europeas (DynamE) en la Universidad de Estrasburgo y del Instituto Universitario de Francia (IUF). Forma parte también del laboratorio URA-CNRS “Culturas y sociedades en Europa”. Sus investigaciones están dirigidas a las representaciones del cuerpo humano y al análisis de los comportamientos de riesgo. Además, ha trabajado y escrito sobre el dolor, el silencio y el rostro. Ha escrito una treintena de libros, entre los cuales el influyente Antropología del cuerpo y modernidad, cuya primera edición apareció en Presses Universitaires de France (1990). Sus libros han sido objeto de más de 80 traducciones en una docena de lenguas. También codirigió el Dictionnaire de l’adolescence et de la jeunesse en Presses Universitaires de France. En Chile ha publicado Cuerpo sensible (Metales Pesados, 2005), La edad solitaria: Adolescencia y sufrimiento (LOM, 2012) y Antropología del dolor (Metales Pesados, 2020). Recibió un Doctor Honoris Causa de la Escuela Nacional de Estudios Políticos y Administrativos en Bucarest (Rumania) en 2019 y del Centro de Estudios Latinoamericanos sobre la enseñanza inclusiva (CELEI) en 2020.
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David Le Breton
Professeur de sociologie et d’anthropologie, membre de Dynamiques Européennes (DynamE) à l’Université de Strasbourg et membre de l’Institut Universitaire de France (IUF). Ses recherches portent sur les représentations du corps humain et l’analyse des comportements à risque. Par ailleurs, il a travaillé et écrit sur la douleur, le silence et le visage. Il a écrit une trentaine de livres, dont l’influent Anthropologie du corps et modernité, dont la première édition est parue aux Presses Universitaire de France (1990). Ses livres ont fait l´objet de plus de 80 traductions dans une douzaine de langues. Il a aussi co-dirigé le Dictionnaire de l’adolescence et de la jeunesse aux Presses Universitaires de France. Au Chili, il a publié Cuerpo sensible (Metales Pesados, 2005), La edad solitaria: Adolescencia y sufrimiento (LOM, 2012), Antropología del dolor (Metales Pesados, 2020). Il a reçu un docteur honoris causa de l’École nationale des études politiques et administratives à Bucarest (Roumanie) en 2019, et du Centre d’études latinoaméricaines sur l’enseignement inclusif (CELEI, Chili), en 2020.
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TEXTO
Nuestros intercambios cotidianos se ven afectados por la necesaria utilización de la mascarilla que vuelve los rostros anónimos y deforma el lazo social. Detrás de las mascarillas perdemos nuestra singularidad, pero también el agrado de mirar a los demás a nuestro alrededor. En nuestras sociedades contemporáneas, en efecto, el rostro es el lugar del reconocimiento mutuo. A través de su desnudez somos reconocidos, nombrados, juzgados, asignados a un sexo, a una edad, un color de piel, somos amados, despreciados o, anónimos, nos sumergimos en la indiferencia de la muchedumbre. Adentrarse en el conocimiento del otro implica darle a ver un rostro alimentado de sentido y valor, y evocar, con el rostro propio, un lugar equivalente de significación e interés. La reciprocidad de los intercambios al interior del lazo social implica la identificación y el reconocimiento mutuo.
Esta banalización de la mascarilla que genera un anonimato generalizado marca una ruptura antropológica. La mascarilla solo deja aparecer la frente y los ojos, desfigura al individuo, pues el rostro es una Gestalt, una totalidad: si faltan la nariz, los labios, las mejillas, solo queda un fantasma. La persona ya no es reconocible, por lo que es difícil detectar en sus rasgos la resonancia del intercambio. Las mímicas que necesitan de la totalidad del rostro traducen el eco de nuestras palabras; son reguladoras del intercambio, autorizan un ajuste mutuo. La frente y los ojos no disponen de ese margen de maniobra. Incluso la sonrisa deja de ser perceptible. Los actores de la interacción buscan ahora en las posturas y los gestos, incluso en la voz, indicios sobre el compromiso del otro, pero esta polisemia incrementada conlleva mayor riesgo de malentendido.
Más que nunca el cuerpo establece una frontera. Y esto nos coloca en una situación sin salida:
se trata de obligaciones terribles que reducen el gusto de vivir, pero que son las únicas defensas contra el contagio y, por ende, la propagación de la pandemia. Tal es el precio a pagar para un retorno próximo a las situaciones normales. Frente a la virulencia de la enfermedad cuando esta golpea, a la de sus síntomas, las medidas de contención de los cuerpos se convierten en un mal menor. Estas medidas de prevención se han vuelto, por lo demás, planetarias; en ese sentido no están dirigidas a una población en lugar de otra, toda la humanidad se ha visto afectada y se empeña en resistir a una fuerza destructora anónima.
El riesgo de contagio hace proliferar la higiene. La bactereología se impone sobre la sociología o la política, sin anularlas completamente, pero subordinándolas a su principio. El confinamiento, las medidas de prevención o la mascarilla están dirigidas a una purificación del vínculo social a través del quiebre de los canales de contagio. De esta manera crean una escisión entre dos mundos repulsivos uno al otro: el puro se establece bajo la égida de lo limpio y lo propio: lo que no ha sido ensuciado, sobre todo por el COVID, por un lado, pero también, por el otro, aquello que pertenece a cada uno y que no ha sido contaminado por la alteridad. Lo impuro es el reino de las amenazas de las que hay que cuidarse. Todas las medidas de prevención están dirigidas a engañar al virus, a ritualizar el desorden que este crea dentro del lazo social. La palabra “contagio” proviene, por lo demás, del latín contagio, del verbo tangere: tocar. De un tiempo acá, incluso respecto de las personas más cercanas, se han impuesto en la vida social rituales extremos de evitación. Ya no sabemos cómo actuar en la relación con los demás. El lazo social ha entrado en una zona de turbulencia, una interminable fase de punto intermedio sin manual de instrucciones. Período que hay que domesticar para conseguir establecer nuevas ritualidades en la vida convencional o en la interacción con los otros, puesto que los gestos de saludo y despedida han sido aniquilados por los imperativos higiénicos. Los antiguos códigos han dejado de funcionar y todavía estamos en la incertidumbre respecto de los que vendrán. La economía ha sido desbaratada y le tomará su tiempo recuperar su antiguo estiaje. A las amenazas sobre la salud les suceden las amenazas sobre los empleos, lo que afectará directamente, sin duda, a las jóvenes generaciones, pero también al paisaje de tiendas y emprendimientos del vecindario en el que vivimos. De manera general, los mundos contemporáneos avanzan a ciegas, resueltamente, hacia un futuro que escapa de cualquier previsión, pero cuyos peligros ya podemos medir en términos de contragolpe de las tecnologías sobre la calidad de vida, la desregulación del clima, la contaminación, etcétera.
La mitad del planeta ha experimentado el confinamiento. Gobiernos que menospreciaban el COVID-19 y que frenaron las medidas de prevención hundieron a su país en la tragedia, como Trump o Bolsonaro en Brasil. La crisis sanitaria pone de relieve la estrecha interdependencia de nuestras sociedades, la imposibilidad de cerrar las fronteras. Incluso las fronteras biológicas entre los componentes de los innumerables mundos vivos, entre el animal y el humano, o con el medio ambiente en su conjunto. Todo está conectado. Estamos inmersos en la materia viva del mundo sin fronteras que delimiten realmente la humanidad de los reinos animal y vegetal, por ejemplo. El cosmos está en nosotros como nosotros estamos en el cosmos. El surgimiento del coronavirus es una nueva vuelta de tuerca en la imbricación de los mundos en un mismo mundo cada vez más estrecha y cuya arquitectura se fragiliza cada vez más. Una paradoja, por lo demás, es que al reducir la circulación vehicular y aérea, al detener las innumerables actividades contaminantes, el virus le procuró una especie de respiro ecológico al planeta, en especial al reino animal. La disminución del tráfico vehicular salvó a millones de personas anónimas que habrían sido víctimas de accidentes mortales o de las consecuencias de la contaminación. Tal es la paradoja increíble de nuestras sociedades posmodernas. La crisis sanitaria es un ejemplo de coincidencia entre opuestos. Lo peor nos empuja a la lucidez sobre el mundo a venir, nos otorga una enseñanza imparable. Es una prueba trágica que exige soluciones para alcanzar un mundo más solidario y feliz. Después de años de total indiferencia hacia las reivindicaciones sociales de los más desheredados, numerosos gobiernos, más bien de derecha, tuvieron que desarrollar una política de apoyo a las poblaciones más frágiles, a las empresas, incluso si aún falta enormemente por hacer, por supuesto. Esta pandemia nos recuerda la necesidad antropológica de la repartición, de la reducción de las desigualdades sociales y de las políticas de protección del planeta. Somos interdependientes para lo mejor y lo peor.
Algunos han vivido este período de crisis sanitaria como un tiempo de encarcelamiento, de ahogo, de espera febril de la reapertura sin restricciones del espacio público. Y también un período de tensión en la pareja, de conflicto con los niños, de explosión de las violencias conyugales. Numerosos niños alrededor del mundo han quedado a merced de maltratos o abusos sexuales sin poder salir de sus casas. El hogar no siempre es un remanso de paz en la tormenta. A veces suscita una asfixia mutua, una multiplicidad de conflictos sin un tercero que pueda introducir cierta distancia y sentido, como con evidencia lo hace la vida cotidiana en los tiempos normales.
Revelador químico que acelera las fisuras relacionales, la pandemia acentúa las tensiones sin posibilidad de alejarse para reafirmarse, sin escapatoria para dejar de rumiar el abatimiento o un conflicto con los padres. Resulta complicado sublimar esta adversidad en un contexto en que es necesario soportarse (en los dos sentidos del término) mutuamente. Vivir todo el día unos encima de los otros es también una fuente de tensión, agravada por la eventual carencia de espacio en el departamento. Ya no se trata de la alegría de reencontrarse después del trabajo o de unas vacaciones. En este contexto de crisis sanitaria la vida común es una imposición, no una elección. Además, es difícil salir a respirar debido a las restricciones de desplazamiento. Lejos de la amplitud del mundo, el aburrimiento acecha, especialmente entre las jóvenes generaciones; muchos no saben qué hacer, se entrampan en sus problemáticas, se preocupan por las personas cercanas y se interrogan con ansiedad sobre las semanas a venir y por el mundo de después de la pandemia. Lo que hace al hogar un espacio vivible es ese ir y venir de sus miembros entre el interior y el exterior, que autoriza a cada uno a disponer de lugares y momentos para reencontrarse sin estar siempre a proximidad unos de los otros.
Esta asignación a residencia es difícil para los niños, curiosos de todo, deseosos de correr, de jugar, de apropiarse de los espacios. Enseñarle a un niño a mantenerse siempre a distancia de los demás, a no tocar a los otros, a lavarse varias veces las manos en el día, le inculcará la suspicacia hacia el otro. La confianza en el mundo queda dañada. Se trata de niños que integran de manera precoz una visión puritana de su cuerpo. Las dificultades tampoco son menores para los adolescentes, prisioneros repentinamente de la mirada de sus padres, siempre al alcance de su voz, en la imposibilidad de librarse de su control, salvo los escasos momentos en que pueden salir de su encierro. Algunos, librados a sí mismos frente a la indiferencia de los padres o de su impotencia a intervenir, se han entregado en cuerpo y alma a los videojuegos. Para ellos el confinamiento es un paraíso. Un tiempo para desaparecer de sí mismos en la pasión del instante, pero también en la negación de las circunstancias y de la interioridad. Otros se han sumergido en intercambios interminables en las redes sociales. Esta inmersión es una manera de escapar a esta especie de devoración surgida de las circunstancias, una vía de salvación hacia los amigos, a distancia, para recordar que otra vida existió en otra parte, lejos de la atención llena de amor, sin duda, pero insoportable de los padres. Por supuesto, hay padres (y también adolescentes) que encuentran satisfacción en este abandonarse en el amor al prójimo, intolerable para otros en tal escala de intensidad.
Al aislar e intensificar la llama de la angustia, la crisis sanitaria y los miedos al contagio han acentuado muchos sufrimientos, han creado otros, han alimentado fantasmas. La crisis sanitaria le ha dado corporeidad al miedo que algunos albergan en sí mismos. El hecho de ver amigos afuera y de compartir con ellos actividades, el hecho de ir al colegio y de asistir a las clases, son momentos de respiración, muchas veces lejos de las tensiones familiares. Pero nuestros jóvenes han estado privados de esas escapatorias fuera del círculo familiar. El confinamiento vino a parasitar las adecuaciones anteriores, el proceso de autonomización que el joven desarrollaba. La búsqueda de sentido tenía otras orientaciones. En esa etapa de la vida, los días están ritmados, sobre todo, por las clases, las actividades culturales o deportivas, las salidas con los amigos. Y de pronto hay que construirse de manera solitaria un mundo para sí a proximidad de los padres en un momento en que uno se esfuerza, al contrario, en volar con sus propias alas distanciándose de su presencia. Los amigos, en especial, encarnan un respiro que ayuda a escapar del sentimiento de ahogamiento vivido a veces con los padres. El confinamiento ha entrabado de forma radical los momentos de separación necesarios en este período de la existencia en que la sed de independencia se confronta con el apego. Jerarquizar el sufrimiento tiene algo obsceno, todas las generaciones se vieron afectadas. Los jóvenes padecieron la pandemia y continuarán padeciéndola a causa de sus consecuencias económicas y sociales, puesto que suelen ocupar empleos precarios, además de haber sido altamente afectados por los despidos y las restricciones en los empleos. A muchos les cuesta proyectarse en el tiempo para iniciar o proseguir sus estudios; se cuestionan con angustia sobre las amenazas económicas, sociales, políticas, ecológicas que afectan al planeta. ¿Dónde estarán en diez o veinte años si el mundo no interrumpe su carrera loca?
Sobre todo para las jóvenes generaciones, inclinadas más bien a lo inmediato, renunciar a los placeres elementales en vista de un beneficio hipotético es un precio que no necesariamente están dispuestos a pagar. Y aquí abordaré la cuestión de las transgresiones adolescentes. En la existencia real, la afectividad viene siempre antes y subordina a una racionalidad modulada, reformulada según las circunstancias. Solo el presente es real. Lo inmediato, la única duración posible. A veces el matiz de “lo sé, pero no me importa” corta de forma tajante cualquier otro argumento. Avisado del peligro, el joven persiste en su conducta a causa del placer que encuentra en ella y del arraigo en su identidad; también por su rechazo a que le dicten sus hechos y gestos, o porque considera que los demás no son él y, en lo que a él le concierne, no le teme a nada: “Solo le pasa a los demás”. Este sentimiento de sentirse como héroe es un rasgo común de la adolescencia. En la vida cotidiana, el conocimiento de los riesgos puede ser una incitación a lo peor, por ese gusto de la transgresión; goce intensificado por el hecho de jugarse la vida, de burlarse de los consejos y del miedo de los demás (Le Breton, 2011, 2012)[2]Más específicamente sobre las conductas a riesgo de las jóvenes generaciones remito a mi libro La edad solitaria: Adolescencia y sufrimiento (2012). . Ninguna irracionalidad antecede a estos comportamientos, sino lógicas de acción coherentes con la historia de vida de un joven, incluso si esta racionalidad y sus lógicas son tramadas en la ambivalencia. La represión colectiva de la muerte y de la precariedad, la ilusión de omnipotencia ante la enfermedad, refuerzan el valor del riesgo en cuanto este es elegido con conocimiento de causa como un espacio de soberanía.
A pesar de las recomendaciones para frenar un posible rebrote de contagio por coronavirus, se organizan fiestas sin resguardos sanitarios, sin mascarillas, sin respeto de las medidas de prevención; los cuerpos se acercan y se mezclan. Por supuesto, la existencia no se reduce a la búsqueda de beneficios o a la salud: a muchos de nosotros nos gusta disfrutar de las circunstancias sin tomar en cuenta el precio a pagar, y a veces sin preocuparnos tampoco por quienes nos rodean. La libertad de “aprovechar la vida”, como algunos lo afirman, es en paralelo una libertad de elegir propagar el virus. El “no corremos ningún riesgo” proferido por cierta cantidad de jóvenes adultos o de adolescentes es una frase terrible, una forma de decir “al diablo con los demás”. Estadísticamente ellos arriesgan menos que sus mayores, pero con frecuencia son portadores asintomáticos del virus, que difunden entre sus parientes y amigos cercanos, o personas anónimas en sus recorridos por la ciudad o sus edificios. Estos gestos festivos, demostrativos de contacto físico, sin mascarillas, esas danzas sin respeto de las medidas de protección, traducen una manera de situarse más allá de las exigencias colectivas. Y suscitan, por lo tanto, preguntas éticas mayores. La fiesta es un tiempo opuesto al de la vida corriente, su lógica no es la de la cotidianidad; es un tiempo de excepción y, en ese sentido, por lo demás, no puede durar, impone un regreso a la norma. Pero, por un momento vivimos por encima de nuestros posibilidades, nos entregamos al vértigo sin medir nuestro comportamiento. Escapadas fuera de la rutina que tanto pesa en la vida personal y profesional. Se trata de momentos de distensión, una revancha de los cuerpos sobre su discreción habitual. Danzamos, bebemos, nos drogamos, experimentamos encuentros amorosos, etc. Los límites de lo lícito son empujados como si el ambiente común se convirtiera de pronto en el de un enorme vestuario en el que la palabra y los gestos se liberan si temor a repercusiones ulteriores. Momento paradójico de respiración en que las imposiciones son suspendidas, en que innumerables posibles están al alcance de la mano, sin sufrir de la reprobación colectiva, puesto que estamos en otro sí-mismo, sin sufrir, además, de vulneración al sentido de uno mismo.
La fiesta es, por lo tanto, en este contexto de crisis sanitaria, un paréntesis encantado. Todo lo que es reprimido en la vida corriente, y en especial a causa del hecho de la pandemia, resurge con fuerza; he evocado el alcohol, la droga, pero sobre todo el goce intensificado de un contacto físico prohibido en la danza, los abrazos, los encuentros amorosos, etc. Búsqueda desmedida de actividad física tras un largo período de quietud; una forma de perderse tras haberse cuidado durante mucho tiempo; deseo de vértigo tras la necesidad de un control que aún se prolonga; erotización de la relación con el mundo tras un período que he traducido como una forma de puritanismo necesario, a pesar de que esas aglomeraciones festivas sin preocuparse por la prevención se vuelvan a veces clusters de contagio, en potencia al menos. Paradójicamente, por lo demás, cuando son entrevistados, estos fiesteros no se oponen a las medidas sanitarias, dicen que las respetan, pero reclaman, de manera muy ambigua, el derecho de suspenderlas de vez en cuando. Ambivalentes, saben, pero en el momento de la fiesta ya no quieren saber.
El conocimiento del riesgo es a veces una incitación a confrontarlo por el gusto de la transgresión; deleite aumentado por el hecho de poner en juego la propia existencia, de burlarse de los consejos y del espanto de los demás. Apartado de la esfera colectiva en cuanto amenaza, el fiestero está investido de la atracción que esconde cualquier prohibición; ello lo lleva a desear la transgresión. A pesar de tener una conciencia relativa del peligro que corre o que hace correr a los demás, no le hace caso al civismo solicitado por las autoridades sanitarias. La muerte deja de compartirse, deja de estar en el centro del vínculo social como una evidencia común, pero vuelve en cuanto poder de invitación simbólica. Aquellos que juegan con su existencia al exponerse a contactos eventualmente nocivos vuelven a situarla en el corazón del intercambio, aunque lo hagan a título personal; la erigen otra vez como acompañante. Por supuesto, sin preocupación por su responsabilidad hacia los demás. Es posible observar, por otra parte, que la mayoría de estos fiesteros no tiene hijos y que no deben rendirle cuentas a nadie.
El juego con las prohibiciones, especialmente en el caso de estas fiestas clandestinas, alimenta una fabricación de sagrado íntima. Implica una forma de salir de sí mismo y de lo convencional; el acceso a otra dimensión de la existencia. La voluntad no es la de establecerse en la transgresión y suprimir los límites, sino de interrogarlos, de jugar con ellos y de sentir, así, la existencia resonar al interior como una prueba irrefutable de la propia presencia en el mundo. La transgresión es siempre una fuente de poder; expone, por supuesto, al peligro, pero al situar al individuo fuera de las leyes comunes le procura poder e intensidad de ser. Es un pacto con la amenaza para sentirse existir en plenitud. De manera impactante encontramos ese vértigo de la transgresión ya en los primeros relatos sobre las epidemias de peste que asolaron ciudades enteras de formas que hoy nos resultan impensables, con cadáveres en putrefacción desparramados por las calles. La fiesta, el erotismo, la risa, la pasión del instante sin querer pensar en el después fueron descritos hace ya dos mil quinientos años por Tucícides en Atenas, en una de las primeras epidemias de peste. Otros autores de la Edad Media, como Boccaccio en el Decamerón, también dejaron el testimonio de esos períodos de libertinaje, de erotismo, en quese dejaba arrastrar la población. Encontramos las mismas observaciones en Maquiavelo en su último texto escrito antes de morir y en otro sobre la peste en el Londres del siglo XVI de Daniel Defoe, el autor de Robinson Crusoe, donde describe incontables escenas de celebración colectiva, de fiesta, de erotización. Camus, por otro lado, habla también de eso; en La peste hay escenas célebres en las que hombres y mujeres se encuentran para vivir momentos de transgresión prohibidos por las autoridades. Así, ahí donde la muerte aleatoria reina también ronda la muerte. Cierto, la peste y el cólera no son el COVID-19, pero el contexto de amenaza y de prohibición que ha provocado alimenta, a pesar de todo, la transgresión y el acercamiento de los cuerpos, el menosprecio hacia las autoridades sanitarias.
¿Qué podemos aprender a través de esta crisis sanitaria?
La crisis sanitaria nos lleva a plantearnos muchas preguntas; nos fuerza a convertirnos en antropólogos de uno mismo: ¿qué es aquello de lo que más carecemos?, ¿qué es lo que finalmente vuelve valiosas nuestras vidas?, ¿el valor de la conversación o de la marcha, del contacto con los demás…? La crisis sanitaria quebró cierta despreocupación por el paso de los días al recordarnos con brutalidad la precariedad de la existencia. Cierta banalidad envolvía muchos de nuestros comportamientos; hoy recuperan su dimensión de sacralidad: tomar un café en una terraza, ir a un restaurante, juntarse con amigos, ir al teatro o al cine, o incluso, sencillamente, el hecho de poder salir de nuestras casas cuando se nos antoja, de volver a la hora que queremos, sin rendirle cuentas a nadie. El hecho de poder desplazarse era tan evidente que ya no era percibido como un privilegio. La crisis sanitaria es, en este sentido, un memento mori, el recordatorio a escala planetaria de nuestra inconclusión y de una fragilidad que siempre tendemos a olvidar. Restablece una escala de valor ocultada por nuestras rutinas. Solo tiene valor aquello que puede sernos arrebatado. El confinamiento recuerda de forma brutal en la nostalgia el valor de las cosas sin valor, esas actividades anodinas de la vida cotidiana efectuadas como si nada por su obviedad pero cuya súbita privación marca su valor infinito. El memento mori es evidentemente un “nunca olvides que estás vivo, aprovecha cada instante”.
Referencias bibliográficas
Le Breton, D. (2011). Conductas de riesgo : De los juegos de la muerte a lo juego de vivir. Buenos Aires: Topia, 2011.
Le Breton, D. (2012). La edad solitaria: Adolescencia y sufrimiento. Santiago de Chili: LOM, Cátedra Michel Foucault.
Le Breton, D. (2017). La sociologia del riesgo. Buenos Aires: Prometeo.
↑1 | En francés las medidas de prevención para evitar el contagio (distancia física, mascarilla, lavado de manos, etc.) son llamados “gestes barrières”, que literalmente se traduce como “gestos barrera”. |
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↑2 | Más específicamente sobre las conductas a riesgo de las jóvenes generaciones remito a mi libro La edad solitaria: Adolescencia y sufrimiento (2012). |
La crise sanitaire fait du corps le lieu de la vulnérabilité, là où guettent la maladie et la mort pour s’engouffrer dans la moindre brèche. L’isolement et les mesures de protection : la distance physique, le masque, lui confèrent un statut de dangerosité. Le corps incarne une menace, même celui de nos proches susceptibles d’être porteurs asymptomatiques du virus. Il contamine aussi les objets avec lesquels il entre en contact. Une relation puritaine au corps s’impose dans la nécessité de contrôler ses relations, ses contacts à travers les si justement nommés gestes barrières. Le corps est transformé en citadelle assiégée, et il faut surveiller ses frontières, les colmater, les barricader. La « phobie du contact », pointée autrefois par Elias Canetti ou encore ce que je nomme l’effacement ritualisé du corps dans nos sociétés se radicalise encore. Les poignées de mains, les accolades, les bises sont désormais déconseillées et tout contact avec des objets exige le recours au gel hydroalcoolique pour se purifier des germes nocifs. Aucune défense n’est possible contre le COVID-19 sinon l’empêcher de passer à travers des mesures draconiennes de protection. Même le visage est une zone de vulnérabilité par la respiration et les innombrables contacts que chacun opère à sa surface au fil du jour.
Nos échanges quotidiens sont mis à mal par le port nécessaire du masque qui rend les visages anonymes et défigure le lien social. Derrière les masques nous perdons notre singularité, mais aussi une part de l’agrément de regarder les autres autour de nous. Dans nos sociétés contemporaines en effet, le visage est le lieu de la reconnaissance mutuelle. A travers sa nudité, nous sommes reconnus, nommés, jugés, assignés à un sexe, à un âge, à une couleur de peau ; nous sommes aimés, méprisés, ou anonymes, noyés dans l’indifférence de la foule. Entrer dans la connaissance d’autrui implique de lui donner à voir un visage nourri de sens et de valeur, et faire en écho de son propre visage un lieu égal de signification et d’intérêt. La réciprocité des échanges au sein du lien social implique l’identification et la reconnaissance mutuelle.
Cette banalisation du masque qui induit un anonymat généralisé marque donc une rupture anthropologique. Il ne laisse apparaitre que le front et les yeux, il défigure l’individu car le visage est une Gestalt, une totalité ; s’il manque le nez, les lèvres, les joues, il n’en reste qu’un fantôme. La personne n’est plus reconnaissable, en outre il est malaisé de suivre sur ses traits la résonance de l’échange. Les mimiques qui sollicitent la totalité du visage traduisent l’écho de nos paroles, elles sont régulatrices de l’échange, elles autorisent un ajustement mutuel. Le front et les yeux ne disposent pas d’une telle marge de manœuvre. Même le sourire ne s’y discerne plus. Les acteurs de l’interaction cherchent dans les postures et les gestes, et surtout la voix, les indices de l’engagement de l’autre mais avec une polysémie accrue, et donc le risque du malentendu.
Plus que jamais le corps fait frontière. Mais nous sommes dans une situation sans issue. Ce sont des contraintes terribles qui amenuisent le goût de vivre, mais elles sont les seules parades contre la contagion et donc la propagation de la pandémie. C’est le prix à payer pour un retour prochain aux situations familières. Au regard de la virulence de la maladie quand elle frappe, de ses symptômes, ces mesures de contention des corps sont un moindre mal. Ces mesures de prévention sont d’ailleurs planétaires, en ce sens elles ne visent pas particulièrement des populations plutôt qu’une autre, c’est l’humanité qui est ici touchée et qui s’efforce de résister à une puissance destructrice anonyme.
Le risque de contagion fait proliférer l’hygiène. La bactériologie prend le pas sur la sociologie ou la politique, sans les annuler tout-à-fait mais en les subordonnant à son principe. Le confinement, les gestes barrières ou le masque visent à une purification du lien social par la rupture des chaines de contagion. Ils dressent un clivage entre deux mondes répulsifs l’un à l’autre. Le pur demeure sous l’égide du propre, au double sens du terme : ce qui n’est pas souillé, notamment par le COVID, mais aussi ce qui n’appartient qu’à soi et n’est pas contaminé par l’altérité. L’impur est le règne de menaces dont il faut se garder. Toutes les mesures de prévention visent à ruser avec le virus, à ritualiser le désordre qu’il crée au sein du lien social. Le mot « contagion » est d’ailleurs issu du latin contagio, du verbe tangere : toucher. Désormais, hormis pour les plus proches, ce sont des rituels d’évitement qui sont mis en œuvre dans la vie sociale poussés à leur comble. On ne sait plus sur quel pied danser dans les relations avec les autres. Le lien social entre dans une zone de turbulence, une interminable phase d’entredeux dont manquent les modes d’emploi. Période à apprivoiser afin de ménager de nouvelles ritualités de vie quotidienne ou d’interaction avec les autres puisque les gestes d’accueil et de congé sont anéantis par des impératifs hygiéniques. Les anciens codes ne fonctionnent plus, et nous sommes encore dans l’incertitude de ceux qui viendront. L’économie est balayée, et elle ne retrouvera pas avant longtemps son ancien étiage. Aux menaces sur la santé suivent les menaces sur les emplois, et qui va toucher sans doute particulièrement les jeunes générations, mais aussi sur le paysage des boutiques ou des entreprises dans le voisinage desquels nous vivions. De manière générale, les mondes contemporains avancent résolument en aveugles vers un futur qui échappe à toute prévision mais dont on mesure déjà les dangers qu’ils recèlent en termes de choc en retour des technologies sur la qualité de vie, la dérégulation du climat, la pollution, etc.
La moitié de la planète a connu le confinement. Des gouvernants méprisants le COVID-19 et freinant les mesures de protection comme Trump ou Bolsonaro au Brasil ont plongé leur pays dans la tragédie. La crise sanitaire rappelle l’étroite interdépendance de nos sociétés, l’impossibilité de fermer les frontières. Ni même d’ailleurs les frontières biologiques entre les composantes des innombrables mondes vivants, entre l’animal et l’humain, ou avec l’environnement dans son ensemble. Tout est relié. Nous sommes immergés dans la matière vivante du monde sans que des frontières délimitent vraiment l’humanité des règnes animal et végétal par exemple. Le cosmos est en nous comme nous sommes dans le cosmos. Le surgissement du coronavirus est un nouveau tour d’écrou à un enchevêtrement des mondes dans un même monde de plus en plus étroit dont l’architecture ne cesse de se fragiliser. Un paradoxe d’ailleurs, c’est qu’en réduisant la circulation automobile et aérienne, en arrêtant d’innombrables activités polluantes, le virus a procuré une sorte de respiration écologique pour la planète, et notamment pour le règne animal. La diminution du trafic automobile a sauvé des millions de personnes anonymes qui auraient victimes d’accidents mortels ou des conséquences de la pollution. Tel est le paradoxe incroyable de nos sociétés post-modernes. La crise sanitaire est un exemple de coïncidence des opposés. Le pire nous appelle à la lucidité sur le monde à venir, il nous donne un enseignement imparable. C’est une épreuve tragique qui exige des solutions pour un monde plus solidaire et plus heureux. Après des années d’indifférence royale à l’encontre des revendications sociales des plus déshérités, nombre de gouvernements et dictés plutôt à droite ont été amené à développer une politique de soutien envers les plus populations les plus fragiles, envers les entreprises, même si énormément, bien entendu, reste à faire. Cette pandémie nous rappelle la nécessité anthropologique du partage, de la réduction des inégalités sociales et des politiques de protection de la planète. Nous sommes interdépendants pour le meilleur et le pire.
Certains vivent cette période de crise sanitaire un temps d’emprisonnement, d’étouffement, d’attente fébrile de la réouverture sans restriction de l’espace public. Et aussi une période de tension du couple, de conflit avec les enfants, d’explosion des violences conjugales. D’innombrables enfants à travers le monde sont livrés aux maltraitances ou aux abus sexuels sans plus pouvoir sortir de chez eux. Le foyer n’est pas toujours un havre de paix dans la tempête. Il suscite parfois l’étouffement mutuel, la multiplicité des conflits sans tiers pour introduire de la distance et du sens, comme la vie quotidienne le fait avec évidence le plus souvent en temps ordinaire.
Révélateur chimique qui accélère les failles relationnelles, la pandémie aiguise les tensions sans possibilité de s’éloigner pour se reprendre, sans échappée belle pour cesser de ruminer son mal de vivre ou un conflit avec les parents. Il est malaisé de sublimer cette adversité dans ce contexte où il est nécessaire de se supporter (dans les deux sens du mot) mutuellement. Vivre la journée entière les uns sur les autres était aussi source de tension, aggravée par l’éventuel manque d’espace dans l’appartement. Il ne s’agit plus du bonheur de se retrouver après le travail ou lors d’un congé. Dans ce contexte, de crise sanitaire, la vie commune est une imposition, elle n’est pas choisie. De surcroit il est difficile de sortir pour reprendre sa respiration au regard des restrictions de déplacement. Loin du plein vent du monde, l’ennui guette, particulièrement chez les jeunes générations, beaucoup tournent en rond, ruminent leurs soucis, s’inquiétent pour leurs proches et s’interrogent avec anxiété sur les semaines à venir, et le monde d’après. Ce qui rend le foyer vivable, c’est ce va et vient de ses membres entre l’intérieur et l’extérieur qui autorise chacun à disposer de lieux et de moments où se retrouver sans être toujours dans la proximité mutuelle.
Cette assignation à résidence est malaisée pour les enfants, touches à tout, désireux de courir, de jouer, de s’approprier les espaces. Apprendre à un enfant à se tenir toujours à distance des autres, à ne pas toucher les autres, à se laver plusieurs fois les mains dans la journée lui enseigne la suspicion envers l’autre. La confiance dans le monde est mise à mal. Ce sont des enfants qui intègrent précocement une vision puritaine de leur corps. Les difficultés n’étaient pas moins grandes pour les adolescents soudain prisonniers du regard de leurs parents, toujours à portée de voix, dans l’impossibilité de s’affranchir de leur contrôle, hormis lors des rares moments où ils pouvaient sortir de cet enfermement. Certains, livrés à eux-mêmes dans l’indifférence des parents ou leur impuissance à intervenir, se sont plongés à corps perdu dans les jeux vidéo. Pour eux le confinement était un paradis. Un temps où disparaitre de soi dans une passion de l’instant, mais aussi un refus des circonstances et de l’intériorité. D’autres se sont immergés dans des échanges interminables sur les réseaux sociaux. Cette immersion était une manière d’échapper à cette sorte de dévoration née des circonstances, une échappée belle vers les amis, à distance, pour se rappeler qu’une autre vie existait ailleurs, loin de l’attention pleine d’amour sans doute mais insupportable des parents. Bien entendu, des parents (et des adolescents également) trouvaient leur compte dans cet abandon à l’amour du proche, intolérable pour d’autres à une telle intensité.
En isolant et en faisant flamber l’angoisse, la crise sanitaire et les craintes de la contagion ont accentué bien des souffrances, ils en ont créé d’autres, alimentés des fantasmes. La crise sanitaire a donné corps à la peur que certains hébergeait en eux. Le fait de voir ses amis au dehors et de se joindre à des activités avec eux, le fait de se rendre à l’école et d’assister aux cours, sont des moments de respiration, parfois hors des tensions familiales. Mais nos jeunes ont été privés des échappées hors du cercle familiale. Le confinement est venu parasiter les accommodations antérieures, le processus d’autonomisation que le jeune mettait en œuvre. La quête de sens a connu d’autres orientations. A cet âge de la vie, les journées sont scandées surtout par les cours, les activités culturelles ou sportives, les sorties avec les amis. Et soudain, il faut faire un monde à soi tout seul dans la proximité des parents à une époque où l’on s’efforce justement de voler de ses propres ailes en se démarquant de leur présence. Les amis surtout incarnent une bouffée d’oxygène pour échapper au sentiment d’étouffement vécu quelques fois avec les parents. Le confinement notamment entravait radicalement les moments nécessaires de séparation à cette période de l’existence où la soif d’indépendance le dispute à l’attachement. Hiérarchiser la souffrance a quelque chose d’obscène, chaque génération a été mise à mal. Les jeunes souffrent de la pandémie et vont continuer à en souffrir du fait de ses conséquences économiques et sociales, car elles occupent souvent des emplois précaires, et sont touchés de plein fouet par les licenciements et les restrictions d’emploi. Beaucoup peine à se projeter dans le temps pour entamer ou poursuivre des études, ils s’interrogent avec angoisse sur les menaces économiques, sociales, politiques, écologiques qui affectent la planète. Où seront-ils dans dix ou vingt ans si le monde ne transforme pas sa course folle.
Particulièrement pour les jeunes générations tendues plutôt sur l’immédiat, renoncer à des plaisirs élémentaires, pour un bénéfice hypothétique n’est pas nécessairement enviable à ce prix. Et là vais aborder la question des transgressions adolescentes. Dans l’existence réelle, l’affectivité est toujours première et subordonne une rationalité, toujours modulée, reformulée selon les circonstances. Le présent seul est réel. L’immédiat, la seule durée possible. Parfois la nuance d’un “je sais bien, mais quand même”, coupe court à toute autre argument. Averti du danger, le jeune persiste dans sa conduite à cause du plaisir qu’il y prend et de son enracinement dans son identité, également par son refus qu’on lui dicte ses faits et gestes, ou parce qu’il considère que les autres ne sont pas lui et qu’en ce qui le concerne il ne craint rien : « Cela n’arrive qu’aux autres ». Ce sentiment d’avoir l’étoffe des héros est un trait commun de l’adolescence. Dans la vie courante, la connaissance des risques peut être aussi une incitation au pire par goût de la transgression, jouissance redoublée par le fait de jouer son existence, de se moquer des conseils et de l’effroi des autres (Le Breton, 2011, 2012)[1]Plus spécifiquement sur les conduites à risque des jeunes générations, je renvoie à mon livre La edad solitaria: Adolescencia y sufrimiento (2012). . Aucune irrationalité ne préside à ces comportements, mais des logiques d’action cohérentes avec l’histoire de vie d’un jeune, même si cette rationalité et ses logiques sont tramées dans l’ambivalence. Le refoulement collectif de la mort et de la précarité, l’illusion de toute-puissance face à la maladie redouble la valeur du risque dès lors qu’il est choisi en toute connaissance de cause comme un espace de souveraineté.
Malgré les préconisations pour juguler un rebond possible de la contagion par le coronavirus des fêtes s’organisent dans le mépris de toute précaution sanitaire, sans masque, sans respect des gestes barrières, les corps se rapprochent et se mêlent. Mais bien entendu l’existence ne se réduit pas à la recherche du profit ou de la santé : beaucoup d’entre nous nous aimons jouir des circonstances sans regarder le prix à payer, et parfois sans souci des autres à son entour. La liberté de « profiter de la vie » comme certains l’affirment est parallèlement une liberté de propager le virus. Le « on ne risque rien » proféré par un certain nombre de jeunes adultes ou d’adolescents est une phrase terrible, manière de dire « après moi, le déluge ». Ils risquent statistiquement moins que leurs ainés, mais ils sont souvent les porteurs asymptomatiques du virus qu’ils diffusent auprès de leurs proches ou à des anonymes lors de leur parcours dans la ville ou dans leurs immeubles. Ces gestes festives, démonstratifs de contact physique, sans masque, ces danses, sans respect des gestes barrières traduisent une manière de se sentir audelà des exigences collectives. Et soulèvent donc des questions éthiques majeures. La fête est un temps opposé à celui de la vie ordinaire, elle relève d’une autre logique que celle du quotidien, elle est un temps d’exception, et en ce sens d’ailleurs elle ne peut durer, elle impose un retour à la norme. Mais pour un moment, on vit au-dessus de ses moyens, on cède à un vertige en mesurant moins ses comportements. Échappées belles hors des routines qui pèsent sur la vie personnelle et professionnelle. Ce sont des moments de relâchement, une revanche des corps sur leur effacement habituel. On y danse, on y boit, on s’y drogue, on y fait des rencontres amoureuses, etc. Les bornes du licite sont repoussées plus loin comme si l’ambiance commune devenait soudain celle d’un immense vestiaire où parole et gestes se libèrent sans crainte de retombées ultérieures. Moment paradoxal de respiration où les contraintes sont suspendues, ou d’innombrables possibles sont à portée de la main, sans réprobation collective, puisque on est dans un autre soi, sans atteinte non plus au sentiment de soi.
La fête est donc, dans ce contexte de crise sanitaire, une parenthèse enchantée. Tout ce qui est réprimé dans l’ordinaire de la vie, et particulièrement du fait de la pandémie, ressurgit avec force, j’ai évoqué l’alcool, la drogue, mais surtout jouissance redoublée d’un contact physique prohibé dans la danse, les embrassades, les rencontres amoureuses, etc. Recherche éperdue de dépense physique après une longue période d’épargne, manière de se perdre après avoir dû longtemps se garder, quête de vertige après la nécessité d’un contrôle qui dure encore, érotisation du rapport au monde après cette période que j’ai traduit comme une forme de puritanisme nécessaire, même si cets rassemblements festives sans souci de protection sont parfois des clusters de contagion, en puissance en tous les cas. Paradoxalement d’ailleurs, quand on fait d’interview, ces fêtards ne sont pas opposés aux mesures sanitaires, ils disent les respecter, mais réclament, de façon très ambiguë, le droit de les suspendre de temps en temps. Ambivalents, ils savent, mais pendant le temps de la fête ils ne veulent plus savoir.
La connaissance du risque est parfois une incitation à l’affronter par goût de la transgression, jouissance redoublée par le fait de jouer son existence, de se moquer des conseils et de l’effroi des autres. Écarté de la sphère collective comme menace, le fêtard est investi de l’attirance guettant tout interdit, il appelle la transgression. Malgré une conscience relative du danger qu’il coure ou fait courir aux autres, il fait peu de cas du civisme demandé par les autorités sanitaires. Puisque la mort ne se partage plus, qu’elle n’est plus au cœur du lien social comme une évidence commune, mais elle revient comme puissance de sollicitation symbolique. Ceux qui jouent avec leur existence en s’exposant à des contacts virtuellement délétères remettent la mort au cœur de l’échange, même s’ils le font à titre personnel ; ils l’érigent à nouveau en partenaire. Certes, sans souci d’une responsabilité envers les autres. On peut d’ailleurs observer que ces fêtards n’ont pas d’enfants pour leur immense majorité, et n’ont de compte à rendre qu’à eux-mêmes.
Le jeu avec les interdits, a travers notamment ces fêtes clandestines, alimente une fabrication de sacré intime. Il implique un arrachement à soi et à l’ordinaire, l’accès à une autre dimension de l’existence. La volonté n’est nullement de s’établir dans la transgression ou d’abolir les limites, mais de les interroger, de jouer avec elles, et de sentir ainsi l’existence battre en soi comme une preuve irréfutable de présence au monde. La transgression est toujours source de puissance, elle expose certes au danger, mais en mettant l’individu hors des lois communes, elle procure un pouvoir et une intensité d’être. Elle est un pacte avec la menace pour se sentir exister dans la plénitude. De manière saisissante on retrouve ce vertige de la transgression dès les premiers récits sur les épidémies de peste qui ravageaient par exemple autrefois des villes entières sous des formes qui paraissent aujourd’hui impensables avec des cadavres en putréfaction qui jonchaient toutes les rues. La fête, l’érotisme, le rire, la passion de l’instant sans penser au lendemain, sont déjà décrits il y a deux mille cinq cents ans par Thucydide à Athènes, dans une des premières épidémies de peste. D’autres auteurs du Moyen Âge, comme Boccace dans le Décaméron, se font également les témoins de ces périodes des licences, d’érotisme qui gagnent les populations. On retrouve les mêmes observations chez Machiavel dans son dernier texte, le texte qu’il écrira avant de mourir et dans un texte sur la peste à Londres au XVIème siècle de Daniel Defoe, l’auteur de Robinson Crusoe, où il décrit également de innombrables scènes de liesse collective, de fête, d’érotisation, etc. D’ailleurs, Camus en parle dans La Peste il y a des scènes très célèbres où des hommes et des femmes se rencontrent pour vivre ces moments de transgression qui sont interdits absolument par les autorités. Donc là où règne la mort aléatoire l’érotisme rode. Certes, la peste et le cholera ne sont pas le COVID-19 mais le contexte de menace et d’interdit alimente malgré tout la transgression et le rapprochement des corps, les rebuffades envers les autorités sanitaires.
En quoi nous pouvons apprendre quelque chose à travers cette crises sanitaire?
La crise sanitaire nous pose à chacun maintes questions, elle force chacun à devenir anthropologue de soi : de quoi sommes-nous le plus privé ? Qu’est-ce qui fait finalement le prix de nos vies, la valeur de la conversation ou de la marche, du contact avec les autres ?… La crise sanitaire est venue briser une certaine insouciance de l’écoulement des jours en rappelant avec brutalité la précarité de toute existence. Une certaine banalité enveloppait nombre de nos comportements, ils retrouvent aujourd’hui leur dimension de sacralité : prendre un café à une terrasse, aller à un restaurant, rencontrer des amis, aller au théâtre ou au cinéma, ou même simplement le fait de sortir de chez soi à sa guise, de rentrer à son heure, sans rendre de compte à personne. Le fait de se déplacer relevait d’une telle évidence qu’il n’était plus perçu comme un privilège. La crise sanitaire est en ce sens un memento mori, le rappel à une échelle planétaire de notre inachèvement et d’une fragilité que nous ne cessons d’oublier. Elle rétablit une échelle de valeur occultée par nos routines. Seul à de prix ce qui peut nous être arraché. Le confinement rappelle brutalement dans la nostalgie le prix des choses sans prix, ces activités anodines du quotidien effectuées sans y penser tant elles coulent de source mais dont la soudaine privation marque la valeur infinie. Le memento mori est donc bien un « n’oublie jamais que tu es vivant, profite de chaque instant ».
Références bibliographiques
Le Breton, David (2011). Conductas de riesgo : De los juegos de la muerte a lo juego de vivir. Buenos Aires : Topia, 2011.
—— (2012). La edad solitaria: Adolescencia y sufrimiento. Santiago du Chili: LOM, Cátedra Michel Foucault.
—— (2017). La sociologia del riesgo. Buenos Aires : Prometeo.
↑1 | Plus spécifiquement sur les conduites à risque des jeunes générations, je renvoie à mon livre La edad solitaria: Adolescencia y sufrimiento (2012). |
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