La digitalización de la vida cotidiana fue quizás una de las transformaciones más significativas que trajo la pandemia. La comunicación, el mercado, la enseñanza y el entretenimiento fueron solo algunos de los aspectos que pasaron a formar parte del mundo digital. Los libros no fueron la excepción: con el cierre de las librerías y una baja en la producción debido a la crisis del papel, muchos lectores optaron por su versión electrónica. Los agoreros que cada cierto tiempo proclaman la muerte del libro volvían exultantes.

Diversos estudios, sin embargo, indican que las personas siguen prefiriendo el libro impreso. Aun así, algo se vio trastocado. Por un lado, la escasez de papel evidenció la importancia que tiene como medio para preservar el pasado. «El escrito tuvo la misión de conjurar la ansiedad de la pérdida», afirma Roger Chartier (Lyon, 1945) en Inscribir y borrar (2005). Por otro lado, la conversión digital reveló las distintas modalidades de lectura. ¿Qué características tiene la lectura del libro electrónico o de la información que circula en internet? ¿En qué se diferencian de las del texto impreso?

El destacado historiador de la cultura escrita, representante de la cuarta generación de la Escuela de los Annales, despeja estas y otras interrogantes. Su visita a Chile en 2022 para el lanzamiento del Doctorado Interdisciplinario en Humanidades de la Universidad Finis Terrae coincidió con la realización de esta entrevista. Aquí retoma una de sus ideas clave: el análisis de la obra literaria es indisociable del de su producción material, aspecto muchas veces desatendido por la crítica. Finalmente, son los lectores quienes, situados dentro de un marco histórico, se apropian creativamente de esas obras.

—Desde ahí se instala una historia de la producción de los textos, tanto en el sentido intelectual, poético, dramático y, por otro lado, de la producción del libro y los objetos impresos que transmiten esos textos. También una historia de la recepción, interpretación y apropiación de estos textos por parte de los lectores, como asimismo de los espectadores del teatro o de los oyentes cuando la lectura es en voz alta. Entonces esta articulación entre una historia de los textos y una historia de las lecturas han definido un proyecto, como decía, compartido, cualquiera sea el punto de partida: puede ser la bibliografía, la historia del libro en su materialidad, puede ser una sociología histórica de las prácticas culturales o puede ser, como en la herencia de los Annales, la voluntad de articular las desigualdades del mundo social con la producción y circulación de las formas simbólicas, empezando con los textos.

Usted es parte de la cuarta generación de la Escuela de los Annales, una corriente historiográfica que nació en Francia y que cambió radicalmente la forma de pensar la historia. ¿Qué significó la Escuela de los Annales para la forma en que hoy se entiende y se escribe la historia?

—Hoy en día los Annales son esencialmente una revista y también una herencia de los trabajos de historiadores como Lucien Fevre, Marc Bloch, Fernand Braudel o, más próximos a nosotros, Georges Duby y Jacques Le Goff. Es dentro de esta herencia que he ubicado mi propia investigación, dedicada a la historia de la cultura escrita. En los años 70, cuando la empecé, existía la idea de que tal vez era necesario aproximarse al mundo del libro a partir de la historia social (de las personas que los producen, los venden o los leen) y de una historia más cuantitativa y económica de las coyunturas, de la producción o de la geografía de su difusión. Es a partir de esta herencia que podía operar un doble desplazamiento: no solamente atender la producción de los libros, sino también los textos que ellos transmiten. Desde ahí se produce necesariamente un encuentro con la crítica literaria y la filología, y también un interés por las prácticas mismas de los lectores, que a su vez nos conduce a un encuentro con la sociología. La historia no podía mantenerse cerrada sobre sí misma y tampoco en relación con otras perspectivas que nacieron tanto en el mundo inglés o americano, de la bibliografía transformada en una sociología de los textos, o la de los colegas italianos, historiadores de la escritura que han concebido el proyecto de la historia global de la cultura escrita. Es la razón por lo cual tengo que matizar la idea de cuarta generación de los Annales. Hoy en día, las tradiciones historiográficas nacionales serán en parte borradas en favor del terreno de investigación compartido por varias tradiciones, tanto nacionales como intelectuales o metodológicas. Se podría decir lo mismo con la historia de los imperios o las historias conectadas, que son las formas dominantes de la historia global. Debemos respetar las herencias y también considerar que hoy en día no se puede escribir historia sin este entrecruzamiento entre tradiciones que estuvieron en el pasado separadas.

La Escuela de los Annales nos enseñó que para estudiar la historia cultural se podían ocupar las mismas herramientas que se usan en la historia económica o social. ¿Cómo empieza a interesarse en la historia del libro y la lectura? ¿Y cómo reaccionaron los estudiosos de la literatura cuando vieron a historiadores como usted adentrándose en el terreno de lo literario?

—Lo que describe fue un momento en la trayectoria de la historia de los Annales, cuando se pensaba que se podían utilizar las técnicas que fueron exitosas en la demografía histórica, en la historia económica y en la historia social, es decir, las estadísticas y la cuantificación. Se pensaba que el mundo de las producciones culturales era apropiable con estos instrumentos. En parte es verdad, pero la cultura escrita misma se resiste a esta aproximación puramente cuantitativa. Se deben plantear cuestionarios imposibles de tratar con la estadística, que son el análisis del contenido textual de las obras o la descripción de las prácticas de interpretación. Cuando se abordan los libros literarios desde esta perspectiva, y particularmente los más canónicos —Cervantes, Shakespeare, Molière y muchos otros—, ciertas formas de la Historia de la Literatura, esencialmente formalistas, consideran que se opera una reducción sociológica o bibliográfica. Yo no lo creo. Pienso que justamente la aproximación histórica permite ubicar los textos en su condición de posibilidad y, al mismo tiempo, rastrear en el correr de los siglos las formas de su interpretación, apropiación y producción de sentido. Desde ahí una propuesta que, alejándose en cierta manera del modelo estadístico de la historia de los Annales, permite ubicar en la totalidad de la cultura escrita las obras que son normalmente objetos canónicos tradicionales de la historia de la literatura. El diálogo es fácil con ciertas tradiciones: la tradición shakesperiana en Inglaterra o la filología española, por ejemplo, pero es un poco más difícil en Francia, donde la idea de una literatura pura, sustraída de las determinaciones históricas, indiferente a la forma material de inscripción de los textos, ha conservado una fuerza que desaparece cuando pensamos, como señalaba, en los ejemplos españoles, ingleses, americanos. Entonces siempre hay una discusión, algunas veces un poco más viva, otras veces existe una colaboración inmediata. Sobre todo porque algunos historiadores de los textos se preocupan de la materialidad de su inscripción, de las formas de su apropiación, cuando otros como yo, empezando la investigación con la materialidad de los objetos o la sociología de los públicos, se aproximan al contenido textual y dan una interpretación, una luz sobre estas obras canónicas que tal vez estaba ausente previamente.

En 2021 publicó en Ediciones Universidad Austral de Chile el libro El pequeño Chartier ilustrado, un libro escrito desde la memoria, algo así como un relato oral pasado a soporte escrito sobre sus hallazgos en torno a la cultura escrita. ¿Por qué eligió este formato, esta suerte de “historia oral” y qué le permitió hacer que no puede hacer cuando hay una investigación de por medio?

—Los colegas de Valdivia utilizaron esta broma de comparación entre el Pequeño Larousse, cosa seria, y el pequeño Chartier, cosa menos seria. La idea era organizar el libro de manera original, que no solo fuera una recopilación de artículos y ensayos, sino utilizar con un orden alfabético, como en los diccionarios, la inmensa conversación que sostuvimos con los colegas. Ellos mismos produjeron el libro, que está magníficamente ilustrado por una artista de Valdivia. La idea, finalmente, era demostrar la relación o la diferencia entre la oralidad —porque todo nació con una serie de intercambios orales, de conversaciones— y lo escrito. En este caso bajo la figura de la transcripción. ¿Cómo pasamos de la lógica propia de la oralidad a un texto impreso, un texto transcrito, que necesariamente debe corregir la oralidad (porque cuando hablamos no respetamos las reglas de la gramática), pero que al mismo tiempo debe conservar algo de las improvisaciones, interrupciones, dinámicas de la palabra oral? Gracias a los colegas que han editado el libro hemos respetado esto. Un libro que respeta las reglas de la gramática y al mismo tiempo que conlleva algo de la palabra viva. Eso es lo que permite también considerar la otra relación entre la oralidad y lo escrito: no la transcripción de lo que fue hablado, sino la transmisión oral de lo que fue escrito. En ese sentido, hay un artículo sobre la voz en el diccionario que se dedica al análisis de las varias formas de transmisión oral de un texto escrito: la representación teatral, el discurso político, académico, o la lectura en voz alta, que era muy frecuente en la primera Edad Moderna y que hemos visto volver en el tiempo contemporáneo, cuando en las librerías o en las bibliotecas algunos autores, como en los siglos XVI o XVII, leen en voz alta fragmentos de su obra. Entonces la idea era esta dialéctica entre un libro que es una transcripción de la palabra viva y un libro en el cual se discute la transmisión oral de la cultura escrita.

Fuente: Revista Palabra Pública / Por Francisca Palma y Evelyn Erlij | Edición: José Núñez | Foto: Felipe PoGa.