Me pregunto a qué edad el terrorismo de Estado le arrebató la infancia a Manuel Guerrero. Si a inicios de la dictadura, a los seis años cuando fue detenido junto a su madre, abuela y hermana pequeña, y llevado a una celda en la que estaban presos los marinos antigolpistas; o a los 14 años, cuando luego del beso que le dio su padre a la entrada del Colegio Latinoamericano, sintió el helicóptero sobrevolar las aulas, el frenazo del auto, el disparo, y supo que iban por él, y que esta vez no habría otra oportunidad.
Doctor en Sociología por la Universidad Alberto Hurtado, con estudios en posgrado en filosofía política, bioética y ética de la investigación con seres humanos en la Universidad de Chile y de neuroética en la Universidad de Oxford, entre otras actividades académicas cuyo centro es la ética, Manuel Guerrero Antequera no es solo el autor de este ensayo sobre el horror que hoy nos convoca. Es esto y mucho más.
Por ejemplo, es el niño que vivió la persecución y la cárcel. El que fue expulsado al exilio. El adolescente al que el terrorismo de Estado le arrebató a su padre. El activista estudiantil que decidió tomar su legado. El dirigente político que interpela a la dictadura. El joven concejal de Ñuñoa electo con una gran votación. Y el intelectual que desde sus dolores asume que la memoria y la violencia política deben ser objeto de investigación porque, sin duda, no solo nos hablan de la naturaleza del ser humano, sino además de la sociedad que hemos construido y del futuro que nos aguarda. Porque él sabe que es falso aquello de que la historia se repite primero como tragedia y luego como comedia. Sabe que siempre será una tragedia.
Manuel Guerrero hoy nos interpela con un texto que indaga en las profundidades de lo que Hannah Arendt en algún momento denomina «la banalidad del mal». En aquellas constantes o modus operandi que están tras la violencia política y el terrorismo de Estado. En las lógicas tras la aniquilación, el genocidio, la masacre, más allá de lo consignado en las comisiones de verdad.
El autor forma parte de los llamados «emprendedores de la memoria», que alude a quienes estudian este campo y realizan activismo social en la recuperación de las memorias de las víctimas y de las prácticas de resistencia política a las dictaduras.
Así, desde la premisa de que «la historia pasó literalmente por nuestros cuerpos», como señala al inicio de este ensayo, nos ofrece un interesante y estremecedor estudio que aborda las complejidades de la violencia y de los distintos actores involucrados, asumiendo desde lo teórico a lo empírico preguntas clave que ayuden a entender los orígenes, prácticas y lógicas de cómo se origina esa violencia, cómo se produce la masacre, cómo se llega a delatar y a torturar, etcétera.
Todas preguntas clave que durante décadas hemos ido esbozando y que a 50 años del golpe adquieren una vigencia dramática ante los casos de violación de derechos humanos durante el estallido social del 2019, y la proliferación de los discursos negacionistas que hoy, en medio de las crisis y la deriva conservadora, circulan sin contrapesos.
Si bien el punto de partida del libro Sociología de la masacre. La producción social de la violencia, de editorial Paidós, es la historia personal de Manuel, marcada por un crimen paradigmático que estremeció al país y al mundo un 29 de marzo de 1985, cuando el aparato represivo del Estado se volcó con toda su brutalidad en contra de Manuel Guerrero, José Manuel Parada y Santiago Nattino, el autor recoge el guante de Zygmunt Bauman y su interpelación a la sociología ante un vacío teórico acerca de los horrores del Holocausto. Lo hace abriendo su reflexión a las lógicas específicas de la violencia en los genocidios, las guerras civiles y, por contraste, en los terrorismos de Estado, desarrollando conceptos como masacre y genocidio, y deteniéndose en un punto que, a mi juicio, es fascinante porque nos permite interrogamos sobre la naturaleza humana: acerca de sus grandezas, y, en este caso, sus miserias.
Se trata de aquellos mecanismos que permiten la desconexión moral al punto de despojar al otro de toda humanidad y transformarlo en aniquilable, de las dinámicas que llevan a la víctima a ser un colaborador, o de la participación civil en el ejercicio de la violencia mediante el mecanismo de la delación, la denuncia, o la venganza por motivos personales.
Así, desde el análisis de nuestra masacre y del estudio de otras, se articulan los doce capítulos de un libro necesario que nos habla de las diferentes violencias y crímenes cometidos especialmente el siglo XX, “el siglo de los genocidios”, según el historiador Eric Hobsbawm.
Pero, a propósito de esa expulsión de la comunidad moral de iguales de quienes han sido calificados como alteridad negativa a eliminar, me detengo en una cita de Jacques Sémelin contenida en este ensayo, a propósito de la racionalidad «delirante» —porque habría algo de psicótico en ella— que existiría tras estas lógicas, en el «entendido de que la relación entre el verdugo y su futura víctima radica en la negación de la humanidad de ese otro “bárbaro”». Delirante puede significar una representación paranoica de ese otro, percibido como una amenaza y hasta una encarnación del mal. Ahora bien, «la particularidad de una estructura paranoica es su peligrosidad, ya que la convicción de habérselas con un “otro” maléfico es tan fuerte que existe, efectivamente, el riesgo de pasar al acto: en la masacre, la polarización bien/mal y amigo/enemigo llega a su paroxismo, como en la guerra. Por eso, la masacre se aviene siempre con la guerra, o si no hay guerra propiamente dicha, es vivida como un acto de guerra».
Pero no hay locura en la violencia, por loca o aberrante que parezca, sino una lógica y dinámica que es posible de ser estudiada y comprendida, nos señala Manuel Guerrero en este ensayo, en el que aborda las opciones y conductas de la población civil. Y mientras escribo estas líneas recuerdo el libro La danza de los cuervos, del periodista Javier Rebolledo, que narra los crímenes cometidos en la casa de exterminio que la DINA tenía en la calle Simón Bolívar 8800, en la comuna de La Reina, casa destruida y borrada y donde hoy se levanta un condominio.
En esas páginas hay un episodio que consigna el principal informante del autor, el agente Jorgelino Vargas, quien cuenta que entre los gritos desgarradores de un torturado que agonizaba en la mañana de un día cualquiera de tormentos, un vecino grita desde el otro lado de la pandereta algo así como «¡¡ya, córtenla!!», molesto por tanto ruido flagrante e incriminador. Y que cuando los agentes subieron el volumen de la radio para apagar los alaridos, ese vecino, ya más tranquilo porque ni él ni nadie escuchaba nada, siguió regando su césped.
Cómo no recordar la novela Una casa vacía, del escritor fallecido hace años Carlos Cerda, quien narra los horrores dentro de una casa de tortura ubicada en medio de un barrio residencial de Ñuñoa, al lado de un colegio. Casa donde circulaban impunemente y a plena luz del día los agentes y sus víctimas, observados por los vecinos que escuchaban en la complicidad del miedo y del silencio los gritos desgarradores de los y las torturados.
Me detengo en esos silencios y me pregunto, ¿dónde estaban los medios de comunicación cuando en el país la detención arbitraria y la tortura eran políticas de Estado? ¿Dónde estaban los civiles que apoyaban al régimen militar y que no acusaron recibo de tamaña brutalidad?
¿Dónde estaban los vecinos de las más de 500 casas de tortura que funcionaron en el país? ¿Acaso ninguno escuchó el lamento de las víctimas? ¿Es que nadie se sorprendió de los movimientos inusuales en esas moradas del terror?
En este ensayo están algunas respuestas acerca de los cómplices y los delatores como Manuel Estay Reyno, el exmilitante que delata al padre de Manuel Guerrero y se transforma en un colaborador, porque, sin duda, aquella frase shakespeariana de que todo drama comienza con una traición es cierta. También está el aporte de los héroes —personas y organismos de derechos humanos— que se levantaron como gesto de coraje y dignidad, y que fueron capaces de desafiar el horror en su mandato de denuncia de los crímenes del terrorismo de Estado y de apoyo a los cientos de miles que los padecían.
Pero en las cadenas de complicidades entra el lenguaje, nos explica el autor, cuyas metáforas en el caso del lenguaje clínico, como por ejemplo el «extirpar el cáncer marxista», van configurando esta estrategia de deshumanización. A ellas se suman también «los lenguajes totalitarios», como los llamó el filólogo Víctor Klemperer, que aportan a la destrucción del otro, así como las metáforas especistas, donde la categoría de “animal” en los procesos genocidas permite justificar la masacre.
En tal sentido, este ejemplo que contiene el libro es notable por la claridad para iluminar dicho concepto:
“Esto se observa por ejemplo en ciertos juegos de lenguaje públicos que al «animalizar» al otro validan su aniquilación: “Exterminados como ratones: 59 miristas chilenos caen en operativo militar en Argentina” , fue el titular de portada del diario La Segunda, perteneciente a la Empresa El Mercurio, del 24 de julio de 1975, refiriéndose a la ejecución de militantes del MIR en el marco de la llamada Operación Cóndor.»
¿Qué es lo que hace posible, se pregunta Manuel Guerrero, que al relacionar a otro humano con lo animal todos entendamos y signifiquemos que tal otro ha sido expulsado de la comunidad moral de humanos? Que esta asociación libre pueda surgir en nosotros —se responde el autor— «es posible porque los animales ya han sido previamente expulsados de la comunidad moral de iguales nuestros.»
Vuelvo al lenguaje, ahora desde el lado de la víctima y de cómo narrar, cómo nombrar el horror, asumiendo que de dicha experiencia, y pienso en Manuel Guerrero investigando y escribiendo este ensayo, de esta experiencia, nadie sale indemne. Esto, como lo señalaba el intelectual español Jorge Semprún en su ensayo La escritura o la vida, que da cuenta de su largo tiempo de detención y tortura en el campo de concentración de Buchenwald, en Alemania: «Durante años fui consciente que yo tenía que escoger entre dos soluciones, o hablar y morir o quedarme silencioso y vivir», haciendo alusión a Primo Levi y su libro Si esto es un hombre, en el que narra su experiencia en Auschwitz. Levi, tras escribir varios libros, se suicidó.
«¿Cómo estas sociedades pueden vivir con la conciencia de las masacres que tuvieron lugar durante las dictaduras?», se preguntaba en Chile el sociólogo francés Alain Touraine en la presentación del libro Encuentros con la memoria. Archivos y debates de memoria y futuro, publicado en 2004 por LOM; una compilación de un debate luego de la apertura de los archivos de la Operación Cóndor, y del seminario Debates de Memoria y Futuro, efectuado por la Universidad de Chile, en septiembre de 2003, con motivo de la conmemoración de los 30 años del golpe de Estado.
«¿Cómo olvidar si no ha habido, en muchos casos, justicia y reparación?», reflexionaba Touraine. “¿Cómo conciliar la necesidad de conocer la verdad de las atrocidades que se cometieron con la necesidad que tienen estas sociedades de proyectarse hacia el futuro?”
En ese mismo encuentro, la querida Ana González —hoy fallecida y a quien asesinaron a su esposo, su hijo y su nuera— acusaba: «Ante tanta indefensión, ante la falta de información en los medios de comunicación, le dije un día a la asistente social, “¿y si yo me quemara a lo bonzo?” Ella, estremecida, me dijo: “¿para qué? Sólo se limitarían a recoger tus cenizas”».
Según organismos de derechos humanos, se asume que en Chile hubo más de 300 mil personas que fueron torturadas y encarceladas. De ellas, poco más de un diez por ciento testificó para la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura.
El miedo, la desconfianza y la impunidad son elementos que confabulan para no exhibirnos toda la verdad. Este libro contribuye con lucidez a analizar las zonas oscuras de ese horror, pero de su lectura podemos advertir que el engranaje de la violencia, cual monstruo insaciable, nunca detiene su marcha. Y hoy, a 50 años del golpe, nos vuelve a acechar.
Fuente: Revista Palabra Pública / por Faride Zerán.